martes, 10 de junio de 2008

Suertudos los que no existen



Hace aproximadamente 5 años leía en el Diario El Mercurio la curiosa noticia de que habían atrapado a un extraño grafitero que había sido seguido con algún detenimiento por un cuerpo de inteligencia de la policía. Pero la captura del peligroso grafitero se da de manera casual cuando "ella" fue detenida gracias al esfuerzo de los valerosos guardias ciudadanos que junto a algunos guardias de seguridad, luego de detectar el fresco rayón en los bajos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, procedieron a la captura. Se trataba de una niña de 14 años que había escrito entre otros mensajes “suertudos los que no existen”. La niña fue sacada del centro de detención de menores por su padre que aseguró no saber por qué la niña actuaba de tal manera pero prometió corregir su comportamiento.



Más allá del nihilismo que encierra la frase aludida, me parece interesante analizar la connotación de un mensaje como este dentro de un mundo cercado por anuncios publicitarios que utilizan cualquier referencia, cualquier artimaña, cualquier mecanismo para vender. Ni los códigos la cultura sacramental, ni la más alta expresión estética y mental del pensamiento humano se salva ante tal avasalladora práctica. En los negocios y en la guerra todo se vale, dicta el adagio contemporáneo, y en verdad parece que la sociedad de consumo le ha declarado la guerra a la cultura. No obstante antes de analizar este punto, es necesario aclarar la paradoja que refiere Barbero, que surge de aquella democratización de la cultura popular devenida en cultura de masas que hizo asequible aquella cultura de elite, vedada en otros tiempos para el pueblo. En realidad la cultura de elite fue masificada a pesar de que la masa siempre permaneció ajena a ella, por muchas razones entre la que destaca el hecho de que las masas fueron y son periféricas a la cultura letrada. Lo que en otras palabras quiere decir que la masificación de la cultura no logró su verdadero cometido que fue eliminar la estructura de clases subyacente en la cultura sino que, paradójicamente, esto se reforzó ya que el uso más o menos eficaz de la lectura-por ejemplo- no significó tanto un despertar de la conciencia política de los derechos de las masas sino su plena inserción en el lenguaje del consumo. Es decir, pasó algo similar a lo que ocurrió en el territorio de la política luego de la Revolución Francesa (RF) en donde la lógica de la costumbre mercantil devino en capitalista, que a su vez hacía necesaria la abolición del viejo sistema de dependencia del feudo para generar asalariados que consuman el objeto que producen dentro de la forma especulativa del mercado. La RF no significó tanto la conquista de los derechos conculcados a la humanidad por unos cuantos elitistas sino la plena inserción en un nuevo tipo de explotación. Así mismo, la masificación de la cultura vino a instaurar un nuevo tipo de paradigma cultural de dominación guiado por la industria cultural de la mercancía que destruyó la cultura en un doble sentido: como vulgarización de aquellas cumbres artísticas que a pesar de haberse alcanzado en coyunturas absolutamente antidemocráticas y de servir para el regocijo, son alcances celebrado por la humanidad (Sinfonía inconclusa de Schubert, Hamlet de Shakespare, Don Quijote de Miguel de Cervantes, La filosofía del Tocador de Sade, etc), y como la instauración de un sistema cultural que halla o en la vaciedad utilitaria o de plano en el absurdo, el sentido de cualquier propuesta estética.




Pero la crítica a este sistema cultural no necesariamente deviene en la Academia, -es más es poco probable que devenga en la Academia considerando la cantidad de filtros estructurales en la configuración de un pensamiento libre-, sino en momentos periféricos dentro de espacios prohibidos. La crítica antiglobalizadora de Seatle frente a la reunión del grupo de los 7, El Levantamiento Zapatista en plena vigencia del TLC entre EEUU, México y Canadá, o el rayón en las inmaculadas paredes del centro histórico de Cuenca que impugna la carencia existencial de una sociedad absorbida por la cotidianeidad maquinizada, estandarizada, ordenada, segura, buena que en el fondo encubre la realidad de los inconformes, de los desplazados, de los outsiders, de los pobres, de los marginados, de los detestados, de los jóvenes, es decir de aquellos que encarnan las contradicciones irresueltas del sistema capitalista que utiliza toda la estructura cultura, económica, política para eliminarla, al menos simbólicamente, pero que está ahí como una lacra que nadie quiere ver, que nadie puede soportar y que de tanto fingir neutralidad hemos aceptado la apatía e incluso la servidumbre voluntaria y graciosa que nos malogra el alma al mismo tiempo que nos estupidiza, y dentro de la cual no tenemos otro remedio que callar y aceptar lo que los sabios de la política, los sabios de la economía y los sabios de la cultura nos dicen que hagamos, que pensemos y que sintamos.




La concreción de las propuestas de cambio deben realizarse dentro del tiempo y del espacio, es decir, dentro de la historia y dentro del hábitad, pero los dispositivos del poder instituído impiden la utilización de los espacios como punto donde se mezclan estas dos dimensiones seminales de la cultura y todo lo contrario, hacen de estos espacios símbolos del consumo y de su idea de progreso que naturalmente es excluyente de los más, de la historia propia de la espacialidad urbana cultural de la localidad para comprenderla bajo lógicas extrañas y paradigmas extranjeros que empiezan a determinar la forma y el fondo de los hábitats a nivel global. Así la concreción de las propuestas de cambio se dan pero en su modalidad de propuestas transgresoras y críticas al staus quo, de propuestas totalmente contrarias a la estructura del espectáculo y a la esfera del consumo.



Aunque a juzgar por nuestra real posibilidad de cambio, a veces parece que si son más suertudos los que no existen…