viernes, 15 de febrero de 2008

ESTETICA, ETICA Y REVOLUCION


Pintura de O. Guayasamín

Usualmente se cree que la representación pictográfica de la explotación y la amargura es un adecuado medio para reclamar la fijación de ciertos parámetros que determinen la repulsión por tales situaciones, con el consiguiente posicionamiento, -inicialmente de una ética y posteriormente de una actitud-, en contra de las condiciones que la generan.

En el Campo de la pintura se ha podido ver con claridad como en determinado momento, la exploración del factor indigenista quizo, al menos teóricamente, develar la situación de maltrato que sufría el pueblo indígena en particular y el hombre dominado por el poder ajeno a sus intereses en general. Se trataba de producir, mediante la representación pictórica, la antítesis de una inconsistencia política creciente en el sentir de los integrantes de un pueblo mestizo.

Sin embargo, la apreciación estética de la amargura solo sirvió, en términos reales, para enriquecer a ciertos “artistas” y para solidificar la tendencia permanentemente inconclusa de la revolución, de aquellos que viven en carne propia la explotación, la amargura y la exclusión.


Pintura de O. Guayasamín

Nosotros no entendemos ¿cómo es posible que haya utilizado y se siga utilizando la miseria para enriquecer, no tanto al autor de la propuesta, sino a la ideología de la clase dominante que creyó librarse del peso de su participación directa en el malestar y sufrimiento de las mayorías, apreciando de lejos lo que se creía era producto de las fallas estructurales del sistema, de la historia, de la religión, de la colonización, y en fin, de un sin numero de causas ajenas a su propia acción?

Y añadimos que este enriquecimiento es una verdadera paradoja: mientras los progresistas de avanzada creían haber obtenido las luces morales para juzgar un hecho como “repugnante” a su sofisticada concepción de libertad y democracia, se contentaban con mirar el signo de su decadencia a través de aquel supuesto arte. Ahora, el tema ha variado; ya no son pintados los indios desarrapados y humillados, ahora el tema de las obras de arte son los “marginados de la tierra”. El símbolo varía pero la estupidez persiste.

El vaciamiento de la sociedad que criticamos, la sociedad burguesa, se pone de manifiesto al constatar que ésta estética exime del acto plenamente político, desde luego, como acto de insurrección, para terminar contemplando el nuevo espejo de su bancarrota moral en la utopía perpetua. Creemos que el horizonte revolucionario exige posturas radicales. Las concesiones a la ideología del capital son imposibles en la acción de cambio comprometida. En el campo estético revolucionario, las concesiones garantizan la introducción del régimen que se combate, en los planteamientos de la “nueva sociedad”, “la nueva vida”, y finalmente, “el nuevo hombre”. No habrá posibilidad de cambios reales si no se vencen aquellos símbolos en donde queda retratado el cruel sistema explotador e injusto que ha conducido y conduce actualmente al mundo. Esto necesariamente implica la reformulación de los símbolos que no dicen nada que a la revolución sustente efectivamente. Solamente se podrá hacer símbolo público contrahegemónico, aquella obra que trate del “nuevo hombre”, cuando realmente éste exista en el mundo y por tanto en el imaginario colectivo, es decir, cuando se pueda representar sin vergüenza, la realidad en que se vive.

He ahí la estética revolucionaria.

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