viernes, 22 de febrero de 2008

¿POR QUÉ LA SOLIDARIDAD?



La concepción de la solidaridad nunca ha sido un verdadero principio de acción colectiva. A pesar de haber sido un atributo primordial de la ética cristiana y posteriormente de la razón humanista, su sentido e importancia siempre ha estado supeditado al conjunto de valores que cada espectro valorativo le ha asignado. El cristianismo atribuye un premio divino al solidario y un castigo al que no lo es, así mismo, la razón humanista atribuye a las prácticas solidarias un elemento de lucidez y madurez políticas en contraposición con su omisión, la cual genera sistemas inhumanos y absurdos, propicios para la generación de la corrupción. Sin embargo, la solidaridad nunca ha sido un principio esbozado con absoluta claridad y transparencia, quizá porque su puntualización atentaría directamente contra cualquier ordenamiento impositivo.

El cristianismo fue el elemento teórico para el nacimiento de la Iglesia, institución con una larga tradición de prepotencia y de jerarquización social. El humanismo a su vez ha sido el elemento teórico legitimador del Estado-democrático, institución que ha servido para que se perennicen las desigualdades sociales. Cristianismo y Humanismo, no obstante, tienen como elemento primordial la práctica de la solidaridad. Esto nos hace pensar que la solidaridad es una retórica pura que nunca ha llegado a plasmarse efectivamente en el campo valorativo del individuo y de la comunidad. Ciertamente han existido intentos de apropiación de la solidaridad: El cristianismo encontró en el mito el sustento explicativo de la solidaridad, el humanismo lo encuentra en la razón, pero en ambos intentos se puede ver la “escisión” entre la realidad y la teoría.

¿Existe una posición tercera, que permita comprender la profundidad del hecho de la solidaridad sin remitirnos a los imperativos axiológicos? Si nos remitimos directamente a la realidad podremos ver que el “hecho de la solidaridad” es un hecho básico para el desenvolvimiento armónico del individuo y para el auténtico desarrollo de la sociedad. La solidaridad es ciertamente una virtud en una sociedad aberrada por los desequilibrios económicos, y es además, un estado de lucidez frente a la “razón instrumental” que persigue únicamente la eficiencia en el cumplimiento del código productivo, pero en realidad se trata del único nexo posible entre el individuo, su entorno social y su habitad natural.



La solidaridad debe ser buscada en el campo de lo “sensible”, el mejor espacio para fundamentar con coherencia una actitud efectivamente humana. La solidaridad entendida como “la consideración directa del otro para establecer las condiciones de una auténtica satisfacción individual y por tanto, colectiva”, inaugura una nueva comprensión de la política (del poder) y una nueva posición ética; que ya no surge de una retórica vaciada de contenidos, sino de la práctica concreta de la “co-existencia”; que ya no surge de “compartir el excedente”, sino de buscar de una manera individual y colectiva la mejor forma de organización social. Se trata, en definitiva, de una “política viva” y una “ética de la libertad”, pues la solidaridad sólo puede ser leída como un acto de liberación del yugo de la cosificación y la enajenación.

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